Ecosistema Digital escribe Carlos Miguel Ramos Linares
La Vía Atlixcáyatl se ha convertido en un corredor donde la velocidad desbordada y el autocentrismo se imponen sobre la lógica del cuidado colectivo. La reciente carambola que involucró a ocho vehículos frente a la Plaza Vía San Ángel, y que terminó con la vida de una mujer que simplemente caminaba hacia su trabajo, evidencia un patrón que se repite con la crudeza de una tragedia anunciada. La violencia vial dejó ver, una vez más, cómo un par de conductores que decidieron convertir la vía pública en una pista de competencia detonaron un impacto en cadena que terminó arrebatando una vida inocente.
Días antes, la misma arteria fue escenario del choque del Subaru azul en el que viajaban tres jóvenes. Dos murieron de inmediato. La tercera, Paulina Torres, estudiante de la Ibero Puebla, permaneció durante días en terapia intensiva antes de fallecer por las lesiones sufridas. Las causas, nuevamente, remiten a la velocidad excesiva y a un estilo de conducción temerario que subestima la fragilidad del cuerpo humano frente a la inercia de un vehículo descontrolado.
Estos hechos no pertenecen al azar ni a la mala suerte. Son la expresión de una cultura de movilidad distorsionada, donde la exaltación del vehículo y la búsqueda de adrenalina prevalecen sobre el respeto a la vida. La conducción se convierte en un acto de afirmación personal, un gesto dirigido hacia la demostración de fuerza o dominio, mientras el entorno urbano y las personas que lo habitan quedan relegados a la condición de obstáculos. La pérdida de control no solo es mecánica; es ante todo ética y social.
La muerte de la mujer en San Ángel y la de Paulina se inscriben en una misma lógica: la normalización del exceso de velocidad como rasgo cotidiano de desplazamiento. Las vialidades rápidas operan bajo la apariencia de modernidad, pero también funcionan como espacios donde el ego encuentra terreno fértil para imponerse sin resistencia. El automóvil se transforma en una extensión del yo, y desde esa ilusión se pierde de vista que cada aceleración irresponsable carga el potencial de devastar vidas.
El fortalecimiento de los dispositivos de control o de las sanciones puede funcionar como contención parcial, pero la raíz del problema se sostiene en la conducta cotidiana de miles de conductores que privilegian la prisa, el impulso o la vanidad por encima del sentido común. La movilidad segura no surge del miedo a la multa, sino de la convicción de que la vida —propia y ajena— tiene un valor superior al instante fugaz de sentirse invencible detrás del volante.
Las tragedias recientes en la Atlixcáyotl revelan una ciudad atrapada entre el deseo de avanzar rápido y la incapacidad de asumir la responsabilidad que implica moverse en un entorno compartido. La velocidad se convierte en una forma de violencia cuando se ejerce sin medida, y esa violencia se manifiesta en cuerpos heridos, familias quebradas y futuros interrumpidos. Puebla necesita un cambio de paradigma que coloque la vida en el centro, que devuelva a la conducción su dimensión comunitaria y que renuncie a la celebración inconsciente del riesgo como parte del paisaje urbano.
La modernidad vial pierde todo sentido cuando se cobra vidas humanas. En la Atlixcáyotl, las muertes de esta semana no solo ilustran la consecuencia del exceso de velocidad; también exponen el costo social de un modelo de movilidad que privilegia el ego y la temeridad. Mientras no se modifique esa cultura, la ciudad seguirá avanzando sobre un asfalto donde cada huella de frenado es un recordatorio de aquello que no debió ocurrir.
@cm_ramoslinares