Ecosistema digital escribe Carlos Miguel Ramos Linares
El entusiasmo tecnológico parece no tener freno. En 2025, la inteligencia artificial generativa, la computación cuántica y la robótica autónoma ocupan el centro del discurso global. Cada congreso, nota o foro promete un futuro más eficiente, más inteligente, más justo. Pero ese optimismo no deja de ser sospechoso. Se ha instalado la idea de que la innovación es sinónimo de progreso y que basta con adoptar la última herramienta para resolver los males del mundo. Sin embargo, la innovación no siempre cura; a veces también hiere.
Las promesas de la inteligencia artificial, por ejemplo, se topan cada vez más con la realidad. Muchos proyectos generativos que hace dos años se vendían como el nuevo petróleo digital no logran sostener un modelo económico viable. Las inversiones multimillonarias no se traducen en ingresos proporcionales, y algunos analistas ya hablan de una burbuja de IA similar a la de las puntocom a principios del siglo XXI. Que la tecnología esté en todas partes no significa que funcione en todas partes, ni que responda a las verdaderas necesidades humanas. Es posible que lo que se haya inflado no sea la capacidad de los sistemas, sino nuestra fe en ellos.
En paralelo, la concentración tecnológica alcanza niveles sin precedentes. Un puñado de corporaciones y naciones controla la infraestructura crítica del planeta: chips, algoritmos, servidores, energía y datos. Mientras Silicon Valley, Shenzhen o Seúl dictan las reglas del juego, amplias regiones del mundo siguen sin acceso a capital, conectividad o educación tecnológica. Esa desigualdad no es una consecuencia colateral: es la condición estructural que sostiene el modelo. Cuanto más se tecnifica la economía, más se profundiza la dependencia. Lo que se presenta como una revolución global se parece demasiado a una colonización digital.
El problema se agrava cuando la automatización empieza a tocar los cimientos del trabajo humano. Se dice que la IA no eliminará empleos, sino tareas. Pero ese consuelo es engañoso. La hiperautomatización reconfigura profesiones enteras antes de que surjan nuevas oportunidades, y las que emergen rara vez garantizan estabilidad o dignidad laboral. La promesa de un trabajo “más creativo” o “más estratégico” suena vacía frente a quienes ya quedaron fuera de la cadena productiva. Las máquinas aprenden más rápido de lo que la sociedad es capaz de reentrenar a sus ciudadanos.
A todo esto se suma un debate urgente: el de la democracia en tiempos de algoritmos. Las plataformas digitales, que alguna vez se celebraron como espacios de libertad, se han convertido en mediadoras de casi todo lo que pensamos, compramos o votamos. Los sistemas que gestionan información pública priorizan la eficiencia, la escala y la rentabilidad por encima de la deliberación y la pluralidad. Los algoritmos no votan, pero influyen en quienes sí lo hacen. La amenaza no proviene de una inteligencia superhumana, sino de la progresiva colonización tecnológica de lo político.
Y aún persiste el mito más cómodo de todos: la neutralidad tecnológica. Se dice que los algoritmos no discriminan, que solo procesan datos. Pero toda programación es una elección moral. Los conjuntos de entrenamiento, los objetivos de optimización y los sesgos de diseño son decisiones humanas travestidas de cálculo. La “gobernanza algorítmica” que prometen algunos organismos internacionales no es garantía de transparencia, sino un nuevo disfraz para mantener la opacidad bajo el lenguaje de la eficiencia.
En medio de este escenario, la sostenibilidad y la ética se ofrecen como bálsamos. Se habla de “tecnologías verdes” y “inteligencias responsables”, pero casi siempre desde el mismo sistema que produce los daños. La solución no pasa por apagar la máquina, sino por mirar dentro de ella. Preguntarnos quién gana con cada avance, quién queda excluido, qué valores se codifican y cuáles se suprimen.
Quizá el reto de 2025 no sea acelerar el paso, sino aprender a detenernos. No se trata de renunciar a la tecnología, sino de reclamar el derecho a pensarla, discutirla y transformarla sin rendirle culto. Si algo debería dejarnos esta década es la capacidad de desconfiar con inteligencia: entender que el futuro no está en manos de los algoritmos, sino de quienes se atreven a cuestionarlos.
@cm_ramoslinares