Una generación hiperestimulada y vaciada

Una generación hiperestimulada y vaciada
Carlos Miguel Ramos Linares
Ecosistema digital

Ecosistema digital escribe Carlos Miguel Ramos  

Desde que Michel Desmurget publicó La fábrica de cretinos digitales, muchos lo leyeron como un título provocador, casi estridente, una exageración propia de la cultura del escándalo. Pero conforme pasan los años —y conforme se profundiza la dependencia global de las pantallas, la aceleración del consumo digital y el deterioro visible de los hábitos de lectura, atención y conversación en las nuevas generaciones— el libro deja de parecer una advertencia alarmista para convertirse en un diagnóstico incómodo, una verdad que preferimos no mirar de frente. Porque lo que Desmurget plantea no es un problema tecnológico: es un problema cultural, cognitivo y político.

Lo esencial de su tesis es brutalmente sencillo: la sobreexposición a pantallas deteriora el desarrollo intelectual, la capacidad de atención, la calidad del lenguaje y la sociabilidad de los niños y adolescentes. Y no porque las pantallas sean malvadas, sino porque están diseñadas para capturar tiempo, atención y deseo. En la lógica económica del capitalismo digital —que ya no se limita a vender productos, sino a moldear conductas— cada minuto retenido frente al dispositivo es una victoria del algoritmo y una derrota de la autonomía. La fábrica no es metafórica: existe, opera a escala global y produce aquello que el autor denomina con inusual franqueza “cretinos digitales”: sujetos agotados cognitivamente, hiperestimulados, incapaces de sostener un hilo argumental, vulnerables a la manipulación emocional y casi imposibilitados para la lectura profunda.

Hoy, en plena era hipermedia, esa advertencia adquiere un eco mayor. No estamos ante un fenómeno aislado: las pantallas se han convertido en la interfaz dominante de la vida cotidiana. Ahí leemos, trabajamos, socializamos, nos indignamos, discutimos, consumimos entretenimiento y nos informamos. Y en ese océano de estímulos constantes —notificaciones, videos de quince segundos, feeds infinitos, contenidos que compiten por nuestra atención como si fuera petróleo— el deterioro de la capacidad crítica no es un accidente, sino un desenlace predecible. Las plataformas no fueron diseñadas para formar ciudadanos reflexivos, sino para mantenernos dentro, consumir más, reaccionar más rápido y pensar menos.

Lo paradójico es que, mientras proclamamos las virtudes educativas de lo digital, vemos cómo se empobrece el lenguaje, cómo se diluye la capacidad de concentración, cómo la lectura se convierte en un ejercicio de resistencia. Las aulas están llenas de “nativos digitales” que no leen textos de más de dos cuartillas, que abandonan una pestaña al tercer párrafo, que resuelven un ensayo a partir de videos resúmenes y que creen que informarse es desplazarse por un timeline. Y luego nos preguntamos por qué proliferan las fake news, la polarización, los discursos fáciles. Desmurget nos ofrece una respuesta incómoda: la fábrica funciona demasiado bien.

El problema no se limita a la infancia. En el terreno del periodismo digital, la advertencia es todavía más urgente. El ecosistema informativo se ha convertido en una carrera contra el tiempo: titulares diseñados para el clic, narrativas que se adaptan al algoritmo, formatos que privilegian lo fragmentario sobre lo complejo. Las noticias se vuelven cápsulas efímeras, piezas que deben sobrevivir apenas unos segundos en la atención del lector antes de ser desplazadas por el siguiente estímulo.

En este punto, La fábrica de cretinos digitales es también un libro sobre responsabilidad. Porque si las pantallas moldean la cognitividad, entonces quienes producimos contenido, quienes diseñamos narrativas hipermedia, quienes construimos entornos educativos digitales, también participamos —consciente o inconscientemente— en esa fábrica. Cada diseño de interfaz, cada copy optimizado para retención, cada video producido para enganchar, cada “contenido snack” que sustituye a una explicación profunda, es una decisión editorial con efectos reales. No sobre audiencias abstractas, sino sobre la capacidad misma de pensar de una generación.

@cm_ramoslinares