De la obediencia a la osadía: Lecciones políticas del Caribe

De la obediencia a la osadía: Lecciones políticas del Caribe
Parabólica.Mx
La epístola de Rasputín

La epístola de Rasputín escribe Eduardo Alcántara 

Queridos amigos poblanos:

Les escribo desde el Caribe, donde el calor no solo se siente en la piel, sino también en los recuerdos. A veces, como ahora, los recuerdos transpiran más que el cuerpo. Y es que hace unos días, me crucé nuevamente con Miguel Ramón Martín, y su sola presencia activó en mí la cinta de una vieja película que alguna vez filmamos juntos, aunque nadie nos haya dado crédito por ello.

Corría el año 2016. Me encontraba en vuelo rumbo a Quintana Roo con mi exjefe Eduardo Rivera, quien se dedicó, durante buena parte del trayecto, a advertirme sobre los peligros de un personaje al que pintaba casi como antagonista de novela negra: Miguel Ramón. “Nos sabotea desde adentro”, decía. “Nos descompone las estructuras”. Me hablaba con insistencia de él, como si quisiera vacunarme contra una infección inminente. Yo, para entonces, aún trabajaba —aunque no militaba— dentro de los círculos del yunque. Y eso era suficiente para que su doctrina me condicionara las percepciones.

Al llegar, me hospedaron… y me congelaron. Una semana sin encargo. Hasta que Carlos Joaquín, el entonces candidato, me dio una misión directa, sin intermediarios: la estrategia electoral del estado completo. Y esa confianza, sin saberlo, cambió mi destino. Fue el inicio de una emancipación.

La campaña fue un carnaval: panistas, perredistas, expriistas, operadores nacionales, caribeños, y hasta consultores con acento venezolano. En medio del desorden estructurado, una tarde, frente a la casa de campaña, se acercó un hombre con camisa desabotonada, sonrisa apenas dibujada y una mirada de ojos claros que parecía querer ver dentro de mí.

—“Tú eres de los poblanos, ¿verdad? Me encanta Puebla. Viví en Cholula. Estudié en la UDLAP.”

Era Miguel Ramón.

Y lo juro: por un instante sentí que sus ojos eran los de un jaguar en acecho, agazapado entre los manglares del poder, queriendo descifrar mis coordenadas mentales. Una escena caribeña, sí… pero yo me sentía como Mowgli frente a Kaa, hipnotizado, entreatrapado, envuelto por una mirada que no sabía si era advertencia, complicidad o lectura silenciosa.

Respondí cortés, pero precavido. Las doctrinas yunquistas tienen esa maña: te enseñan a desconfiar antes de discernir. Pero con el tiempo, comencé a observar. Miguel Ramón era de los que se sentaban en las filas de atrás, de los que escuchaban todo y hablaban poco, de los que tomaban nota sin pluma. Nunca buscaba el reflector, pero todos sabíamos que tenía el foco.

Y un día, estallé. Fue en una mesa con los del grupo Atlacomulco, que pretendían manipular la operación electoral con prácticas que yo no iba a permitir. Grité. Golpeé la mesa. Me salió lo Alcántara. Todos se sorprendieron. Al salir, Miguel Ramón se acercó con media sonrisa y soltó:

—“Sí tienes huevos, poblano… qué interesante.”

Después vinieron semanas de recorrido conjunto por el estado. Nos tocó construir mayoría en el Congreso. Teníamos solo 9 de 25. Reuniones con cafés fríos en casas de campaña, comidas improvisadas en fondas, encuentros discretos en pasillos de hotel. Miguel Ramón me contaba de su pasado: el negocio de leche que intentó en Chetumal y que fracasó rotundamente (“vendía más queso de palabra que litros reales”, me dijo entre risas); el periódico que fundó en Playa del Carmen y que también naufragó (“nadie pagaba la suscripción, pero todos lo leían”, decía). Eran relatos no desde la nostalgia, sino desde la enseñanza. Porque Miguel Ramón nunca fue de los que romantizan el fracaso. Lo digieren, lo archivan, y lo transforman en brújula.

Y claro, también me hablaba de su paso como presidente municipal de Solidaridad, antes de que lo fuera Carlos Joaquín, con quien compartía algo más que alianza política: una infancia en los ochocientos metros cuadrados de Cozumel desde donde se ha gobernado medio Quintana Roo.

En esos días me dijo una frase que nunca olvidé:

—“Hay dos tipos de políticos: los que obedecen y los que osan. Los primeros acaban como burócratas de medio pelo. Los otros, a veces mueren en el intento, pero hacen historia.”

Y ahí, amigos, entendí todo. Entendí que ese viaje que Eduardo Rivera me ofreció como misión, acabó siendo el que me alejó de él. Ironías de la política. Fue Miguel Ramón, el hombre al que me pidió evitar, quien me enseñó —sin quererlo— que la obediencia no es virtud si se convierte en sumisión. Que lo nuestro no debe ser formar parte de una secta vertical, sino construir ciudadanía osada, crítica y libre.

Ganamos. Construimos la mayoría. Y en la primera sesión del Congreso, ver la cara de Pedro Flota cuando lo chamaqueamos… fue una de las mejores postales políticas que guardo.

Hoy, que se aproxima el cumpleaños de Miguel Ramón, escribo esto no como homenaje, sino como testimonio. Para dejar constancia de que uno no se emancipa con discursos, sino con vivencias. Que a veces el enemigo que te pintan es quien te ayuda a despertar. Y que la osadía no se hereda. Se elige.

Desde este calor que todo lo evapora,

Raspu

@AlcantaraEdu1