Lo único que nos separa de la muerte es el tiempo

Lo único que nos separa de la muerte es el tiempo
Lety Torres
Fauna Política

Historias de Engatusada escribe Lety Torres

Conocí a Don Enrique hace casi dos décadas por una invitación a comer en su casa Chiles en Nogada hechos por doña Elo, su esposa, y la abuela Guille.

“Ándale mijita, ayúdanos a capear que si no, no acabaremos nunca“, me dijo la abuela sin imaginar mi ignorancia en el arte de la cocina, y lo peor, que jamás había visto y mucho menos probado el platillo más laborioso e importante de Puebla.

Por supuesto fui “despedida” de mi primer y único cargo como auxiliar de cocina prácticamente al instante, cuando las dueñas y señoras de aquel extraordinario espacio con olor a cualquier delicia que haya yo jamás experimentado, se percataron que no tenía idea de lo que hacía.

“Mejor vete con Enrique a la sala a tomar algo y ahorita comemos”, me dijo con sutileza y cariño Elo (como yo le digo, con la igualadez que me caracteriza).

Don Enrique, a quien siempre le mantuve el vocablo, me hizo todas las preguntas que hace el padre de un hijo que lleva por primera vez a casa a una nueva amiga.

Después de contarle que soy la cuarta de cinco hijos, que mi padre fue Ferrocarrilero y ahora (en ese entonces pues), migrante en Estados Unidos, que trabajaba en una cadena de restaurantes de comida mexicana de nombre Marcelino’s, que yo acababa -hace un par de años- de llegar a Puebla y que conocí a su hijo en el canal donde ambos trabajábamos aunque no en el mismo programa y que ahora estaba con él en Intolerancia Diario.

“¿Cómo, estás solita?”, me interrumpió y preguntó con mucha compasión, de esa compasión bonita que solo tienen las buenas personas.

Sí, pero tengo amigos, -le dije.

Aunque muchas veces fui invitada a la comida familiar de Chiles en Nogada jamás tuve permiso de siquiera intentar ayudar en la cocina: mis antecedentes culinarios no eran los mejores.

Pero fue mi falta de gusto por la estufa lo que nos unió a Don Enrique y a mí. En esos horas de preparación en la cocina, nosotros platicábamos en el comedor de cuando daba clases, de toros, de política, pero de “aquella que respetaba acuerdos y la palabra de quien la daba”, decía decepcionado.

De cuando le hablaba la maestra o maestro de Enrique, su hijo, mi amigo, porque había hecho esto o aquello.

Yo le contaba sobre mis papás, mis hermanos, mis proyectos para cuando cumpliera 30 o 40 o 50, con esa confianza que se tiene cuando uno es joven, como si la vida la tuviera yo comprada.

Que gran cualidad tenía esa de escuchar y es que lo hacía como un padre o un tío.

Los papás de Enrique nos veían a diario en el programa Destrozando la Noticia y Fuera Máscaras, estaban siempre pendientes de nuestras sandeces al aire.

No había día que escribieran y yo, con mucha emoción y cariño, les mandaba saludos con corazones chuecos hechos con mis manos.

Don Enrique murió el viernes. Minutos antes de entrar al aire me llamaron para darme la noticia. Sentí un hoyo en el estómago, de esos que se sienten en la panza con la muerte de alguien que en verdad quieres.

Desde que murieron mis padres intento bajo cualquier pretexto no ir a velorios. El dolor que se siente es indescriptible. Ver en el rostro de quienes acaban de perder a un ser querido me regresa al dolor de cuando yo perdí a los míos.

Pero era Don Enrique, en verdad lo quise mucho y él también me quiso.

Dejó un legado inquebrantable.

A Elo le quisiera sobar el alma, pero no puedo, como tampoco puedo imaginar lo que es perder a tu compañero de más de medio siglo juntos “y 28 viviendo solos, desde que mis hijos se casaron”, me dijo frente al ataúd de su esposo.

A mi amigo Enrique le abrazo el alma. El tiempo no quita la tristeza de la pérdida y la ausencia, pero nos enseña a vivir con nuestros muertos.

Descanse en Paz Don Enrique Núñez Zamora.

 

@LetyTorres_G 

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